viernes, 27 de abril de 2012

Paradojas

Cuando  nos  preguntamos  cuáles  son  las  virtudes de  una persona  se suelen  nombrar la solidaridad,  la comprensión, la sinceridad, el amor, la justicia… Y sin embargo  parece que actualmente prima  el lema: de bueno, tonto. Así que cuando observamos los requisitos  para ascender en la  escala social se  necesita  ser ambicioso, astuto, egoísta, en definitiva, la  competición guiada por el ánimo de lucro. Pero  si no queremos que estos valores sean los que dirijan nuestra vida privada, tampoco deberíamos potenciarlos para el ámbito laboral. Bienvenidos a la paradoja de nuestro sistema.
Porque el ser humano es capaz de actuar de forma cruel y egoísta, pero también lo es de realizar las obras más altruistas, e igual de sobrecogedoras. La cuestión es cual de los dos caminos escogemos para enfocar nuestra vida. Y hay un factor que resulta decisivo a la hora de elegir, cual es la opción más fácil. Las leyes de ahora están creadas de forma que en muchas ocasiones hacer lo correcto, entendido como una moralidad basada en los principios ya descritos, puede suponer un sacrificio y se encuentran muchos obstáculos que desincentivan. Por eso la solución es tan simple que se hace tremendamente difícil de aplicar. Desde la legislación se deberían emitir decretos encaminados hacia este propósito como dictan las Constituciones. A esto el economista Christian Felber le llama búsqueda del bien común.
Hoy en día comprar productos éticos y ecológicos a buen precio parece una hazaña. El problema reside en que las marcas contaminantes, con precarias condiciones laborales, que explota incluso a niñas y niños; obtiene más beneficios económicos que una empresa que sea ecológica, que otorgue salarios decentes, sin vulnerar ningún derecho. Si cosecha mayores ganancias se debe principalmente a que las ofertas son más baratas, y Occidente no será pobre, pero nos conocemos de sobra, la población apuesta por los productos más asequibles aunque sean más perjudiciales. Por eso debería ser iniciativa de los Estados corregir este defecto imperdonable.
Una manera efectiva para instar a las empresas podría ser bajar los tipos de interés, aduanas reducidas, y por otro lado poner cuantiosas multas, impuestos altos, y todo tipo de óbices burocráticos a las que perjudiquen; con el fin de que las empresas que más aporten al bien común sean las que puedan ofrecer los precios más atractivos. Porque puedo equivocarme, pero seguro que si en una estantería encontramos dos productos homólogos y en uno sabemos que discriminan a la mujer, que dan una vida útil insignificante para que no tardes en comprar más, que destruyen mercancía para no producir stock, que vierten residuos, que pagan una miseria a sus empleados siendo los dirigentes millonarios… Y en el otro sucede todo lo contrario, ¿Cuál compraríamos si además el segundo tiene un precio notablemente inferior? Por este motivo son tan esenciales las ventajas legales. O incluso si el Estado estuviera dispuesto, se podrían crear empresas nacionales que cumplieran los requisitos. En algunas áreas necesarias como por ejemplo la energía, apostar por un suministro renovable que saliera del bolsillo del contribuyente vía impuestos para volver al mismo ciudadano con la misma utilidad que las energías empleadas ahora y además a menor precio. Así llegamos a otra paradoja, las compañías que más perjudican al planeta, englobando las repercusiones sobre la naturaleza así como las de materia social, son las que más venden, las que más se expanden y las que acaban convirtiéndose en fuente de poder. Y los Lobbys y presiones que acechan el panorama político impiden que se potencien los productos éticos que sí aportan beneficios a todas las personas, presentes y futuras.
Hasta que los Estados no se desprendan de esta sombra oscura, negra como su dinero, no podrá incorporar las medidas pertinentes para que se cambie de modelo. Porque el déficit democrático también es una barrera hacia el cambio, y este considero que es el paso más delicado. Pues a lo largo de la explicación de las ventajas de orientar la economía hacia el bien común estamos tratando al Estado como un ente abstracto. Pero no lo es. También esta compuesto de personas, que deberían estar al servicio de la comunidad que lo forma. Y gran parte de la población lleva tiempo reivindicando que no se puede seguir así, que esta crisis ha sido un aviso de que el sistema esta tocando tope. Lo que debería haber sido una señal de que había que buscar alternativas ha sido interpretado como una barra libre para el neoliberalismo.
Y lo más inquietante es que en vez de dar marcha atrás se pretende meter quinta, solo se habla de crecimiento económico. Pero crecimiento infinito en un planeta finito también es paradójico. Pero de esto ya no se quiere ni hablar y mucho menos oír. Aquí entramos nosotros, los ciudadanos, esa mayoría humana tratada como una minoría por la minoría que dispone de un poder mayoritario ¿? Visto que desde arriba no están dispuestos a cambiar los valores destructores que gobiernan, habrá de hacerse desde abajo.
Así pues,  por qué no dar facilidad desde las leyes a los elaboradores de productos éticos, a las agrupaciones cooperativas y a los asuntos necesarios para la vida; porque se nos anima a consumir cosas que ni necesitamos. La competencia extrema ahoga a pequeños y medianos comercios exaltando un tipo ideal de multinacional que compra títulos para ganarse la confianza de un consumidor que termina poniéndose una venda para no saber qué compra y así poder dormir tranquilo por la noche. Pero en un sistema donde se ponga énfasis en la cooperación y en la ayuda mutua, parece lógico que también se anime a reproducirlo en la vida laboral, entre las distintas distribuidoras de los bienes y servicios del bien común, y entre territorios; porque en un mundo globalizado, igual que ahora hay competencia internacional podría haber cooperación internacional. Así se seguiría a gran escala los mismos pasos que se intentan secundar en las casas. Porque en las familias se suele pretender que haya un clima de apoyo incondicional, de cariño, de respeto. Y si esto es lo necesario para crecer sano emocionalmente y para ser feliz, lo suyo sería que se aspirara a elevarlo a todas las esferas cotidianas. Y para los escépticos, tranquilos, claro que no es tan simple, sino ya se habría hecho. Somos conscientes de que los valores positivos no siempre guían nuestros actos y palabras, más difícil sería que se acataran espontáneamente en un sistema abocado a la ambición sin límites. Pues aquí entran otra vez las medidas legislativas, porque igual que ahora se educa y se apremia a ser consumista, individualista, etc. Se puede dar un giro copernicano y que el concepto de éxito sea justamente el contrario. Como se nos fanatiza desde arriba es natural que cueste nadar a contracorriente, pero si desde las leyes se favorece a personas, corporaciones y países que cumplan éticamente, lo difícil sería -en teoría- comportarse de forma antagónica.
Si hubiera democracia real, la ciudadanía podría ir modificando los fallos, depurando las leyes injustas, limando cualquier resquicio a través del diálogo. Y si nos centramos en las relaciones humanas, en lo necesario, en vez de en lujos superfluos a costa de lo que sea. Entonces y solo entonces, la economía dejará de encontrarse en el punto de mira, como la amalgama de gráficas financieras que nos presentan, que no han servido de beneficio más que a unos cuantos a cambio del retroceso en el caso de Occidente y de una catástrofe para los países subdesarrollados. La crisis es la máxima prueba de que hasta que no cambiemos de modelo no podemos mejorar. Porque al fin y al cabo, ayudando a los demás te ayudas a ti mismo, ayudándote a ti mismo ayudas a los demás.

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