Cuando nos preguntamos cuáles son las virtudes de una persona se suelen nombrar la solidaridad, la
comprensión, la sinceridad, el amor, la justicia… Y sin embargo parece que
actualmente prima el lema: de bueno, tonto. Así que cuando observamos los
requisitos para ascender en la escala social se necesita ser ambicioso, astuto,
egoísta, en definitiva, la competición guiada por el ánimo de lucro. Pero si no
queremos que estos valores sean los que dirijan nuestra vida privada, tampoco
deberíamos potenciarlos para el ámbito laboral. Bienvenidos a la paradoja de
nuestro sistema.
Porque el ser humano es
capaz de actuar de forma cruel y egoísta, pero también lo es de realizar las
obras más altruistas, e igual de sobrecogedoras. La cuestión es cual de los dos
caminos escogemos para enfocar nuestra vida. Y hay un factor que resulta
decisivo a la hora de elegir, cual es la opción más fácil. Las leyes de ahora
están creadas de forma que en muchas ocasiones hacer lo correcto, entendido
como una moralidad basada en los principios ya descritos, puede suponer un
sacrificio y se encuentran muchos obstáculos que desincentivan. Por eso la
solución es tan simple que se hace tremendamente difícil de aplicar. Desde la
legislación se deberían emitir decretos encaminados hacia este propósito como
dictan las Constituciones. A esto el economista Christian Felber le llama
búsqueda del bien común.
Hoy en día comprar
productos éticos y ecológicos a buen precio parece una hazaña. El problema reside
en que las marcas contaminantes, con precarias condiciones laborales, que
explota incluso a niñas y niños; obtiene más beneficios económicos que una
empresa que sea ecológica, que otorgue salarios decentes, sin vulnerar ningún
derecho. Si cosecha mayores ganancias se debe principalmente a que las ofertas
son más baratas, y Occidente no será pobre, pero nos conocemos de sobra, la
población apuesta por los productos más asequibles aunque sean más
perjudiciales. Por eso debería ser iniciativa de los Estados corregir este
defecto imperdonable.
Una manera efectiva
para instar a las empresas podría ser bajar los tipos de interés, aduanas
reducidas, y por otro lado poner cuantiosas multas, impuestos altos, y todo
tipo de óbices burocráticos a las que perjudiquen; con el fin de que las
empresas que más aporten al bien común sean las que puedan ofrecer los precios
más atractivos. Porque puedo equivocarme, pero seguro que si en una estantería
encontramos dos productos homólogos y en uno sabemos que discriminan a la
mujer, que dan una vida útil insignificante para que no tardes en comprar más,
que destruyen mercancía para no producir stock, que vierten residuos, que pagan
una miseria a sus empleados siendo los dirigentes millonarios… Y en el otro
sucede todo lo contrario, ¿Cuál compraríamos si además el segundo tiene un
precio notablemente inferior? Por este motivo son tan esenciales las ventajas
legales. O incluso si el Estado estuviera dispuesto, se podrían crear empresas
nacionales que cumplieran los requisitos. En algunas áreas necesarias como por
ejemplo la energía, apostar por un suministro renovable que saliera del
bolsillo del contribuyente vía impuestos para volver al mismo ciudadano con la
misma utilidad que las energías empleadas ahora y además a menor precio. Así
llegamos a otra paradoja, las compañías que más perjudican al planeta,
englobando las repercusiones sobre la naturaleza así como las de materia
social, son las que más venden, las que más se expanden y las que acaban
convirtiéndose en fuente de poder. Y los Lobbys y presiones que acechan el
panorama político impiden que se potencien los productos éticos que sí aportan
beneficios a todas las personas, presentes y futuras.
Hasta que los Estados
no se desprendan de esta sombra oscura, negra como su dinero, no podrá
incorporar las medidas pertinentes para que se cambie de modelo. Porque el
déficit democrático también es una barrera hacia el cambio, y este considero que
es el paso más delicado. Pues a lo largo de la explicación de las ventajas de
orientar la economía hacia el bien común estamos tratando al Estado como un
ente abstracto. Pero no lo es. También esta compuesto de personas, que deberían
estar al servicio de la comunidad que lo forma. Y gran parte de la población
lleva tiempo reivindicando que no se puede seguir así, que esta crisis ha sido
un aviso de que el sistema esta tocando tope. Lo que debería haber sido una
señal de que había que buscar alternativas ha sido interpretado como una barra
libre para el neoliberalismo.
Y lo más inquietante es
que en vez de dar marcha atrás se pretende meter quinta, solo se habla de
crecimiento económico. Pero crecimiento infinito en un planeta finito también
es paradójico. Pero de esto ya no se quiere ni hablar y mucho menos oír. Aquí entramos
nosotros, los ciudadanos, esa mayoría humana tratada como una minoría por la
minoría que dispone de un poder mayoritario ¿? Visto que desde arriba no están
dispuestos a cambiar los valores destructores que gobiernan, habrá de hacerse
desde abajo.
Así pues, por qué no dar facilidad desde las leyes a los
elaboradores de productos éticos, a las agrupaciones cooperativas y a los
asuntos necesarios para la vida; porque se nos anima a consumir cosas que ni
necesitamos. La competencia extrema ahoga a pequeños y medianos comercios
exaltando un tipo ideal de multinacional que compra títulos para ganarse la
confianza de un consumidor que termina poniéndose una venda para no saber qué
compra y así poder dormir tranquilo por la noche. Pero en un sistema donde se
ponga énfasis en la cooperación y en la ayuda mutua, parece lógico que también
se anime a reproducirlo en la vida laboral, entre las distintas distribuidoras
de los bienes y servicios del bien común, y entre territorios; porque en un
mundo globalizado, igual que ahora hay competencia internacional podría haber
cooperación internacional. Así se seguiría a gran escala los mismos pasos que
se intentan secundar en las casas. Porque en las familias se suele pretender
que haya un clima de apoyo incondicional, de cariño, de respeto. Y si esto es
lo necesario para crecer sano emocionalmente y para ser feliz, lo suyo sería
que se aspirara a elevarlo a todas las esferas cotidianas. Y para los
escépticos, tranquilos, claro que no es tan simple, sino ya se habría hecho.
Somos conscientes de que los valores positivos no siempre guían nuestros actos
y palabras, más difícil sería que se acataran espontáneamente en un sistema
abocado a la ambición sin límites. Pues aquí entran otra vez las medidas
legislativas, porque igual que ahora se educa y se apremia a ser consumista,
individualista, etc. Se puede dar un giro copernicano y que el concepto de
éxito sea justamente el contrario. Como se nos fanatiza desde arriba es natural
que cueste nadar a contracorriente, pero si desde las leyes se favorece a
personas, corporaciones y países que cumplan éticamente, lo difícil sería -en
teoría- comportarse de forma antagónica.
Si hubiera democracia
real, la ciudadanía podría ir modificando los fallos, depurando las leyes
injustas, limando cualquier resquicio a través del diálogo. Y si nos centramos
en las relaciones humanas, en lo necesario, en vez de en lujos superfluos a
costa de lo que sea. Entonces y solo entonces, la economía dejará de
encontrarse en el punto de mira, como la amalgama de gráficas financieras que
nos presentan, que no han servido de beneficio más que a unos cuantos a cambio
del retroceso en el caso de Occidente y de una catástrofe para los países
subdesarrollados. La crisis es la máxima prueba de que hasta que no cambiemos de
modelo no podemos mejorar. Porque al fin y al cabo, ayudando a los demás te
ayudas a ti mismo, ayudándote a ti mismo ayudas a los demás.
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