"—Oh, nene —dice—. Bienvenido a mi
mundo.
Nos quedamos ahí tumbados,
jadeando los dos, esperando a que nuestra respiración se normalice. Ella me
acaricia el pelo con suavidad. Vuelvo a estar tendido sobre su pecho. Pero esta vez no tengo
fuerzas para levantar la mano y palparlo.
Uf, he sobrevivido. No ha sido para tanto. Tengo más aguante de lo que
pensaba. El dios que llevo dentro está postrado, o al menos calladito. Ana me
acaricia de nuevo el pelo con la nariz,
inhalando hondo.
—Bien hecho, nene —susurra con
una alegría muda en la voz.
Sus palabras me envuelven como
una toalla suave y mullida del hotel
Heathman, y me encanta verla contenta.
Me coge el tirante de la
camiseta.
— ¿Esto es lo que te pones para
dormir? —me pregunta en tono amable.
—Sí —respondo medio adormilado.
—Deberías llevar seda y satén, mi
hermoso niño. Te llevaré de compras.
—Me gusta lo que llevo —mascullo,
procurando sin éxito sonar indignado.
Me da otro beso en la cabeza.
—Ya veremos —dice.
Seguimos así unos minutos más,
horas, a saber; creo que me quedo traspuesto.
—Tengo que irme —dice e,
inclinándose hacia delante, me besa con suavidad en la frente—. ¿Estás bien?
—añade en voz baja.
Medito la respuesta. Me duele el trasero. Bueno, lo tengo
al rojo vivo. Sin embargo, asombrosamente, aunque agotado, me siento radiante.
El pensamiento me resulta aleccionador, inesperado. No lo entiendo.
—Estoy bien —susurro.
No quiero decir más.
Se levanta.
— ¿Dónde está el baño?
—Por el pasillo, a la izquierda.
Recoge el otro condón y sale del
dormitorio. Me incorporo con dificultad y vuelvo a ponerme los pantalones de
chándal. Me rozan un poco el trasero aún escocido. Me confunde mucho mi
reacción. Recuerdo que me dijo —aunque no recuerdo cuándo— que me sentiría
mucho mejor después de una buena paliza. ¿Cómo puede ser? De verdad que no lo
entiendo. Sin embargo, curiosamente, es cierto. No puedo decir que haya
disfrutado de la experiencia —de hecho, aún haría lo que fuera por evitar que
se repitiera—, pero ahora… tengo esa sensación rara y serena de recordarlo todo
con una plenitud absolutamente placentera. Me cojo la cabeza con las manos. No
lo entiendo.
Ana vuelve a entrar en la
habitación. No puedo mirarla a los ojos. Bajo la vista a mis manos.
—He encontrado este aceite para
niños. Déjame que te dé un poco en el trasero.
¿Qué?
—No, ya se me pasará.
—Christian—me advierte, y estoy a
punto de poner los ojos en blanco, pero me reprimo enseguida.
Me coloco mirando hacia la cama.
Se sienta a mi lado y vuelve a bajarme con cuidado los pantalones. Sube y baja,
como los canzoncillos de un chapero, observa con amargura mi subconsciente. Le
digo mentalmente adónde se puede ir. Ana se echa un poco de aceite en la mano y
me embadurna el trasero con delicada ternura: de desmaquillador a bálsamo para
un culo azotado… ¿quién iba a pensar que resultaría un líquido tan versátil?
—Me gusta tocarte —murmura.
Y debo coincidir con ella: a mí
también que lo haga.
—Ya está —dice cuando termina, y
vuelve a subirme los pantalones.
Miro de reojo el reloj. Son las
diez y media.
—Me marcho ya.
—Te acompaño.
Sigo sin poder mirarla.
Cogiéndome de la mano, me lleva
hasta la puerta. Por suerte, Ethan aún no está en casa. Aún debe de andar
cenando con sus padres y con Kate. Me alegra de verdad que no estuviera por
aquí y pudiera oír mi castigo.
— ¿No tienes que llamar a Taylor?
—pregunto, evitando el contacto visual.
—Taylor lleva aquí desde las
nueve. Mírame —me pide.
Me esfuerzo por mirarla a los
ojos, pero, cuando lo hago, veo que ella me contempla admirada.
—No has llorado —murmura, y luego
de pronto me agarra y me besa apasionadamente—. Hasta el domingo —susurra en
mis labios, y me suena a promesa y a amenaza.
La veo enfilar el camino de
entrada y subirse al enorme Audi negro. No mira atrás. Cierro la puerta y me
quedo indefenso en el salón de un piso en el que solo pasaré dos noches más. Un
sitio en el que he vivido feliz casi cuatro años. Pero hoy, por primera vez, me
siento solo e incómodo aquí, a disgusto conmigo mismo. ¿Tanto me he distanciado
de la persona que soy? Sé que, bajo mi exterior entumecido, no muy lejos de la
superficie, acecha un mar de lágrimas. ¿Qué estoy haciendo? La paradoja es que
ni siquiera puedo sentarme y hartarme de llorar. Tengo que estar de pie. Sé que
es tarde, pero decido llamar a mi padre."